Comentario
La decoración de las habitaciones destinadas a los miembros de la familia real española en el Palacio Real de Madrid y en el resto de los Reales Sitios exigió la realización de gran número de tapices, que los artesanos de la Real Fábrica de Santa Bárbara hacían a partir de los cartones pintados por una serie de pintores especializados. Durante el reinada de Fernando VI y primeros años del reinado de Carlos III, bajo la supervisión de Giaquinto, primero, y después de Mengs, se habían realizado tapices copiando pinturas de Luca Giordano que se guardaban en El Escorial, pinturas y grabados con escenas campestres de David Teniers y Philips Wouwerman, y cartones preparados por el propio Giaquinto.
A partir de 1773 hubo un giro temático y estético radical en la Real Fábrica, dando entrada a temas de caza y de pesca, primero, en consonancia con las aficiones cinegéticas de Carlos III, y después a escenas de temática popular y costumbrista, temas campestres y asuntos populares madrileños en los que se reflejaba una vida alegre, desenfadada e idílica y en los que no tenían cabida las amarguras y dificultades del existir cotidiano de las clases populares españolas. En un ambiente estético decididamente clasicista y académico, resulta un tanto sorprendente que Mengs dejase una vía de escape a la sensibilidad rococó, que él y sus seguidores estaban criticando y relegando. La mejor explicación la encontramos, sin duda, en el destino de los tapices. Iban destinados a decorar los dormitorios, cámaras, solitas y comedores de los palacios Real de Madrid, de Aranjuez, de El Pardo, de El Escorial, donde sólo los miembros de la familia real, allegados y servidumbre los contemplarían. En consonancia con los gustos del arte cortesano rococó, se deseaban unas habitaciones, unos espacios agradables, alegres, relajantes, llenos de luz y de color, donde los vistosos tapices se integrasen armónicamente con los muebles y el resto de la decoración. Es decir, se recreaba un mundo optimista e idílico.
Tres pintores tuvieron un especial protagonismo en la ejecución de cartones para tapices: José del Castillo, Ramón Bayeu y Goya.
José del Castillo, a quien ya nos hemos referido anteriormente en otras facetas pictóricas, ejecutó en 1773-74 una serie de cartones para tapices destinados a la pieza de cámara del Príncipe de Asturias en el palacio de El Escorial. Se trata de escenas de caza derivadas de las escenas campestres flamencas y holandesas, pero en ellas hay un sentido de lo español en el paisaje, al que se da mucha importancia, en la vestimenta de los cazadores, y en las actitudes, como se comprueba en los Cazadores merendando (1774, Prado). A partir de 1779 entregaría los cartones para los tapices del tocador de la Princesa de Asturias en El Pardo, en los que refleja el esparcimiento y recreo de la alta sociedad madrileña, como en su hermoso Paseo del Retiro (1780, Prado). Castillo manifiesta una sensibilidad rococó refinada y exquisita, con amplias pinceladas análogas a las del Goya de los primeros cartones, y una excepcional armonía de color. Sin duda, aquí encontramos al mejor Castillo, un pintor de gran categoría. Esa gracia y elegancia seguirá mostrando en La naranjera y el majo (1786, Prado), para el Dormitorio del Infante en El Pardo.
Ramón Bayeu y Subías (1746-1793), fue también un prolífico cartonista, a más de decorador al fresco. Comenzó su actividad en la Real Fábrica de Tapices en 1765, introducido por su hermano y por Mengs, llegando a ser nombrado en 1786, en unión de su cuñado Goya, pintores de diseños para los tejidos de la Real Fábrica. Sus cartones, dentro de la misma temática costumbrista y madrileña, están ejecutados con dibujo preciso y ajustado y cierta frialdad cromática, en la que se detecta lo rococó de forma atemperada, como se aprecia en Abanicos y roscas (1778, Prado), El Choricero o El juego de bochas (1784-85, Prado), todos siguiendo ideas y borroncitos de su hermano Francisco Bayeu.
En la producción pictórica de Goya, además de en pinturas juveniles, encontramos reflejada la sensibilidad rococó en bastantes de sus 45 cartones para tapices, tanto en los de primera época como en otros de los últimos que ejecutó. Si bien la temática a desarrollar venía marcada por los destinatarios, en la mayor parte de los casos los Príncipes de Asturias, Goya los pintó de su invención, salvo los primeros de 1775. De todos modos, no fue una actividad, la de cartonista, que le agradase a Goya, pues, como diría años después, ningún pintor de primera clase o de mérito conocido quiere emplearse por no ser pinturas que los acrediten. Los cartones de Goya son obras de gran belleza y resultaron medio de expresión plástica en las que proyectar sus inquietudes creativas.
En ellos se aprecia el estudio por Goya de los grupos de medias figuras pintadas al pastel en los años anteriores por Lorenzo Tiépolo, de las escenitas campestres de Houasse, de las obras de Velázquez y también el conocimiento directo o a través de estampas de composiciones del rococó francés. Los cartones de Goya tienen una mayor espontaneidad y vida que los de otros cartonistas, y las figuras adquieren una gran plasticidad sobre los paisajes abiertos de filiación velazqueña, resueltas con pinceladas empastadas, colores audaces y al mismo tiempo armónicos, y acertadas matizaciones lumínicas. En Goya lo rococó no resulta nunca convencional, sino totalmente transformado por su genio. Lo podemos comprobar en su exquisito Quitasol (1777, Prado), en los vivaces y desenfadados cartones de niños, como los Niños jugando a soldados (1779, Prado); en El cacharrero (1778, Prado), de fulgurante cromatismo y gracia preciosista; hasta llegar al más tardío de La gallina ciega (1788-89, Prado), en el que los aristócratas disfrazados de majos juegan a hacerse populacheros, sin perder la compostura en una tarde primaveral.